21.2.07

Estación Central Norte, México DF.

Las estaciones nunca me dejan igual. Casi siempre uno llega con una ilusión, y se va como puede.

Jeans de día, remera, All Star que combinen, jeans más lindo para la noche, remerita, botas, un abrigo, ropa interior, crema, desodorante, cepillo de dientes, dentífrico, pasaporte o DNI o FM3, plata, cámara de fotos, ipod, taxi y a la estación. Eso es todo lo que necesito para cruzar el puente que separa una ilusión de una realidad. Pero cruzarlo, siempre cruzarlo. Siempre salir a buscar. Porque yo, como Fito, no creo en casi nada que no salga del corazón. Porque yo, como el Burro, me cargo el equipo al hombro y busco el gol que gane el partido. Porque yo, como Julio, quiero llegar al cielo de la rayuela.

Es maravilloso el momento en el que arranca el micro, bus, camión o avión. Todos los pensamientos se cruzan a la vez, el corazón late y el riesgo entra en acción. El riesgo que conlleva ir a lo desconocido, desde que el mundo es mundo. Pero esta es la manera en la que llegué a lugares, momentos y personas que hacen que mi vida tenga sentido.

Cada estación te aterriza en distintos idiomas, distintos sueños, distintas personas, pero siempre con esa cosquilla en la panza que te dice que estás vivo:

La estación de Villa Gesell cuando a los 17 años éramos miles, no teníamos responsabilidades, no dormíamos, escuchábamos rock y cumbia, no parábamos de reírnos y teníamos un corazón de mil amores.

La estación de mi barrio que me llevó a San Bernardo, con el corazón apostando una vez más.

El aeropuerto de Barajas, con todo lo que me esperaba en Madrid: Laurita, Moi, la escala a otras ciudades, los bares de Lavapies, las calles de Sabina, los chocolates de Plaza Mayor, aquellos lugares por los que caminaste “sin mí a tu lado”.

La estación equivocada de Barcelona. El desencuentro, la ansiedad creciente y el encuentro.

La estación Atocha, la de Ávila, la de Barco de Ávila y el señor que por fin me llevó a Navalonguilla a la casa de mis abuelos.

La estación soñada durante mil y una noches, la de París.

La estación de Coruña, de madrugada, con frío y vernos sin poder creerlo con Gabi. La misma estación que me regaló una visita a la Torre de Hércules.

La estación de Guadalajara, donde llegaban tus canciones y se iba parte de mi corazón.

El aeropuerto de Ezeiza, ese que dice que estás en casa. Ese en el que encuentro la piel de mi papá, las lágrimas de mi mamá, la impotencia de tener que dejarme ir de mi hermano. Ese que es felicidad en la llegada y tanto tango en la partida.

El aeropuerto de Chile, donde durante dos minutos maldije ir toda mi vida sola al frente y en el que mucho más temprano que tarde me levanté para caminar libre por las grandes alamedas.

La estación del DF, en la que volví a ser pasión dando el primer paso sin miedos ni prejuicios, haciendo lo que sentía y pensado sin estrategias. Porque la estrategia te lleva por caminos seguros pero que van a otros lados, a otras personas que no son totales. La estrategia sólo logra mediocridad en el corazón. Yendo a un encuentro con la magia, yendo a una esquina donde, aunque con miedo, me esperabas. Yendo a una calle donde nos cruzamos con un ángel vestido de mendigo que vino a decirnos qué hermosos somos juntos. Y volviendo con tu voz, tus ojos, tu sonrisa, tus razonamientos, tu pasión y tus sentimientos guardados en el centro de mi corazón. Volviendo con la certeza de haber encontrado a una buena persona, porque para cargar nafta no das las llaves por la ventanilla del auto y esa es una de las pequeñas cosas que para mí definen a una persona. Y con la paz de haberlo dicho todo, sólo esperando que algún día el viento sople a nuestro favor.

Y el aeropuerto de Guadalajara que esta misma noche me trae nada más ni nada menos que a Moi.

Es increíble lo diferente que somos antes y después de una estación, a la vuelta todo se ve distinto aunque permanece idéntico que a nuestra llegada. Las estaciones son el estado pleno de mi alma. Y entonces qué importa si uno llega con una ilusión y vuelve con una lágrima. Nada más importa porque esa lágrima es real, es el otro lado de la misma moneda. Por eso siempre, la próxima estación es esperanza.

14.2.07

11.2.07

Para no olvidarme jamás que para llegar al cielo sólo necesito una piedrita y la punta de un zapato.

La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo, (Et tous nos amours, sollozó Emmanuèle boca abajo), lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (Je n'oublierai pas le temps des cérises, pataleó Emmanuèle en el suelo) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato. Que era lo que sabía Heráclito, metido en la mierda, y a lo mejor Emmanuèle sacándose los mocos a manotones en el tiempo de las cerezas, o los dos pederastas que no se sabía cómo estaban sentados en el camión celular (pero sí, la puerta se había abierto y cerrado, entre chillidos y risitas y un toque de silbato) y que riéndose como locos miraban a Emmanuèle en el suelo y a Oliveira que hubiera querido fumar pero estaba sin tabaco y sin fósforos aunque no se acordaba de que el policía le hubiera registrado los bolsillos, et tous nos amours, et tous nos amours. Una piedrita y la punta de un zapato, eso que la Maga había sabido tan bien y él mucho menos bien, y el Club más o menos bien y que desde la infancia en Burzaco o en los suburbios de Montevideo mostraba la recta vía al Cielo, sin necesidad de vedanta o de zen o de escatologías surtidas, sí, llegar al Cielo a patadas, llegar con la piedrita (¿cargar con su cruz? Poco manejable ese artefacto) y en la última patada proyectar la piedrita contra l'azur l'azur l'azur l'azur, plaf vidrio roto, a la cama sin postre, niño malo, y qué importaba si detrás del vidrio roto estaba el kibbutz, si el Cielo era nada más que un nombre infantil de su kibbutz.


Rayuela, capítulo 36. Julio Cortázar.

6.2.07

¿Cada cuánto tiempo se siente sin razón?
Cada vez que el ángel se duerme y entra la bruja.

En un instante nace la magia y los sentidos se agudizan. Sólo en ese estado los ojos son capaces de comer, la voz es capaz de perforar y la piel es capaz de extraer la esencia. En esas calles no existen la memoria ni el miedo, entonces caminamos por intuición, genuinos como antes de las decepciones, limpios como antes del desamor; y caminamos y corremos y nos agitamos y seguimos y seguimos y seguimos locos por alcanzar esa quimera: un amor no vulgar.

Pero hay tanto ruido que el ángel se despierta, se asusta por la velocidad y un déjà vu le muestra el dolor. Entonces el ángel le pide a la bruja que se aleje, que se aleje por favor, porque tiene mucho miedo de que ese corazón no sobreviva a otra desilusión.


El miedo del ángel es tan fuerte que mata a la bruja. El hechizo desaperece, la magia se resiste a morir pero el miedo lo inunda todo, casi todo. Del encuentro de los ojos nació un brillo tan fuerte que logra sobrevivir, pero como todo brillo encandila, y el que tiene naturaleza sangre lo mira de frente, y el que no, se va.

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